Es uno de los directores de orquesta más reputados del mundo. Y es de Granada. Se atreve con Wagner y con la música barroca. También con Falla: El sombrero de tres picos y El amor brujo protagonizan el nuevo disco (Harmonia Mundi) de Pablo Heras-Casado.
Llevaba tiempo pensando en esto, ¿ha cumplido sus expectativas?
Totalmente, y no solo porque quede bien decirlo. Mi idea estaba clarísima, tenía que ser con la Mahler Chamber Orchestra; algunos miembros conocían la música, muy compleja y moderna para su época, y otros no, pero esto a veces es una ventaja. El tipo de implicación, de preparación y perfección técnica, de falta de prejuicios… Ya lo vi desde el principio. Quedaba ir dándole el enfoque global a la obra, pero sabía que iba a ser algo algo rompedor.
¿Cómo es enfrentarse a un autor tan meticuloso como Falla?
Una sinfonía de Brahms o de Beethoven está compuesta de unos cuantos momentos que reconoce cualquiera que sepa un poco, pero esas melodías van acompañadas de otros elementos interesantes, y eso es lo que hay que sacar a la luz. En el caso de Falla también pasa: no vas a echar más azúcar al pastel de chocolate, no vas a añadir más peso donde ya lo tiene. Como músico debes incidir en lo que enriquece. Es en lo que Falla es extremadamente genial y radical. Lo que hace para construir su edificio es usar ciertos materiales comunes, pero luego construye con formas dislocadas, nuevas.
Él mismo llamó «rara» a su obra ‘El amor brujo’.
En 1915, Falla era un compositor todavía joven que fue a Madrid después de haber pasado por París y conocer allí la modernidad estética y musical. Llegó un poco como enfant terrible, pero con un bagaje cultural y unas raíces que estaban ahí, por eso recurrió al flamenco y a Pastora Imperio. La gente esperaría algo muy diferente; creo que fue un fiasco el estreno en el Teatro Lara. Puedo imaginar el ambiente caldeado, extraño, todos mirándose…
Falla se rodeó de gente como Stravinsky o Debussy. Eso tiene que salir por alguna parte.
Es innegable. Un artista debe tener los poros abiertos para recibir influencias, es imposible que eso no transpirara. Fue muy bien aceptado en ese círculo y entabló amistad con todos esos personajes. Y si en el París de 1900 el empresario más potente del mundo, Serguéi Diáguilev, que formó la compañía de los ballets rusos y rompió con los tutús y los ballets de princesas, le encarga un ballet, ¿quién puede imaginar que Falla iba a escribir música decorativa y folclórica? Evidentemente, quería ser lo más extremo posible. En ese momento estaba al lado de Stravinsky, que ya había compuesto Petrushka y La consagración de la primavera, y no iba a ir para atrás, quería estar ahí. El sombrero de tres picos es una obra ácida. Ese es el reto.
El pasado verano se representó con el ballet original, que no caduca.
No, pero sí que sorprende todavía. En Granada lo que hicimos fue hacerlo en versión concierto, con una orquesta, pero con una escenografía nueva de Frederic Amat. Y en paralelo también se hizo la coreografía original de Massine, que nunca se había hecho en España. Es un ballet que para nuestro ojo es raro, uno espera castañuelas y un poco de minueto, pero no tiene nada que ver. Son movimientos raros y los colores del vestuario son muy contrastantes, son formas geométricas superpuestas. La danza es esto, es mucho humor, mucha sátira, no hay nada amable.
A Falla y a usted les une Granada. ¿Está allí menos de lo que le gustaría?
Siempre estoy menos de lo que me gustaría. Incluso este verano, que he estado más que nunca desde que no soy un niño y he disfrutado muchísimo en casa. Pero la distancia también es necesaria, te hace revivirlo de otra manera.
La prensa internacional le llama «alquimista».
Es simpático. Alquimista es alguien que tiene muchos elementos y se inventa un compuesto nuevo. Los combina para crear una pócima con un sabor y un color diferentes. Muchas veces tienes los mismos ingredientes, como la partitura de una sinfonía cuyas notas no han cambiado jamás, pero puedes poner un poco más de aquí, un poco más de allá…
¿Cuánto tarda un director en tener complicidad con una orquesta?
A veces nunca; otras es inmediato. Si es la primera vez, igual hay que trabajarlo un poco. También puedes llegar a un entendimiento, pero la química tiene mucho más que ver con la vibración. E incluso con una buena química podría haber un poco más de concentración. Con todo eso hay que vivir y trabajar.
Comenzó cantando. ¿No quiso seguir por ahí?
No me lo planteé nunca. En cada momento fui eligiendo una vía para comunicarme musicalmente y desde el principio estaba muy claro para mí que el canto era la más satisfactoria, bonita, íntima y la que me llenaba más. Pero luego descubrí esta otra manera de ir mucho más allá de la experiencia musical, la de imprimir mis propias decisiones e ideas de la interpretación, la de guiar y aunar. Si no hubiera cantado yo no sería director, lo que hago es una extensión del canto. Es respirar e intentar que una orquesta completa sea un ser orgánico y que cante.
Entonces canta en casa.
A ratos, e intento que no haya público. Aunque hace poco me lo pasé muy bien cantando en la boda de mi hermana en un cuarteto de viejos compañeros de batalla.
Se atreve con todos los estilos. ¿Alguna preferencia?
Me negué desde el principio a tener que elegir o dejar de lado algo. Implica mucho más trabajo el tener siempre a mano cada uno de esos estilos o lenguajes, conocerlos con profundidad para poder decir ‘dentro de un año voy a hacer una ópera de Monteverdi’ y realmente estar preparado para ello; o hacer un estreno mundial de un compositor contemporáneo. Pero nunca he querido renunciar a una de esas facetas.
En febrero vuelve con Wagner al Teatro Real. ¿Wagner desestresa?
No. En esa locura de concepción del arte total que él tenía —él mismo concibió el espacio escénico, el texto, la historia, la dramaturgia, la música— y con los niveles de mensaje que hay en su obra —el mitológico, el filosófico, el político, el musical—, es tan grande que no puedes relajarte y la intensidad de tu presencia es extrema. Desestresa cuando has terminado. Pero a la vez es una de las experiencias más completas y gratificantes.
¿Se expresa mejor sin batuta?
Es muy personal, pero para mí supone muchísima más libertad. Me acostumbré a hacerlo así. Y tener un un palo agarrado, tener la mano cerrada, es como si me cerraran la boca.
¿Qué balance hace de su tiempo al frente del Festival de Granada?
Muy positivo. El objetivo cuando me convencieron de hacerme cargo del festival, que no estaba ni mucho menos mis planes, era darle una nueva dimensión y una apertura estética y de difusión internacional. Esto por el momento creo que está cumplido. En dos años hemos conseguido poner el festival en el foco otra vez en España y estamos haciéndolo también en el extranjero. Han venido a cubrirlo muchos medios de Francia, Alemania, Austria, Holanda, Reino Unido, etc. El canal Mezzo, que es el canal de música más importante del mundo, retransmite conciertos desde el festival. Estoy muy contento. Supone mucho trabajo y mucha dedicación intentar estar presente todo lo que puedo allí, pero también es alucinante.
Ya no le caben más cosas en la agenda…
Es todo una cuestión de capacidad de trabajo y de organizarse. Aunque esté en Nueva York, en Tokio o en Madrid, trabajo a distancia. Siempre hay reuniones y cosas que atender, en Granada y fuera, pero es una cuestión de coordinación. En general, cuanto más hace uno más cosas le caben en la agenda.
¿Ha compuesto alguna obra?
Una vez para una residencia artística, pero de eso hace ya 20 años.
¿No le llama componer más?
No, nada. No digo que dentro de 10 o 20 años, cuando mi ritmo vital sea otro, me pueda tentar, pero ahora mismo nada. No hay cosa que más me guste que ponerme la piel de otro compositor.
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Pablo Heras-Casado nació en Granada en 1977. Hijo de un policía y una ama de casa. Estudió Historia del Arte, Arte Dramático y Dirección. Canta y toca el violín y el piano. Ha dirigido orquestas de todo el mundo. Es embajador de Ayuda en Acción. Hizo un cameo en Mozart in the Jungle. Está casado con Anne Igartiburu.